LA SOLEDAD, MI SOLEDAD

La soledad nació conmigo.

Ella es la sombra invisible que siempre acompaña a las almas que no van a ser queridas, respetadas ni valoradas en el transcurso de sus vidas terrenas. Es el negro velo de novia que cubre la tristeza existencial de un ser marcado por su destino.

Desde mi niñez, y durante años y años, no he dejado de intentar nadar desesperadamente hacia la superficie, para conseguir mantenerme en la línea del horizonte. Allá donde, algunas veces, veía brillar el sol. Extendía mi mano a quienes se cruzaban o aparecían por mi perdido rumbo, con la esperanza de que “alguien” me abrazara y me salvara de las aguas agitadas por los vientos de las malas experiencias que, día a día, ahogaban mi necesidad de amor, mis renovables esperanzas y mi capacidad de subsistir.

Pero en el largo recorrido de mi tiempo, siempre me reencontraba con ella: con mi soledad.

Puedo suponer que mi historia fue escrita con plumilla de cuervo negro y con tinta del calamar de las profundidades desconocidas y sin luz de los despeñaderos que esconden el fondo de los océanos. O que fue fruto de la inspiración de un diablo retorcido y tuerto rencoroso y en deuda con el mundo. Siempre podemos imaginar pero, la verdad, es tan desconocida para nosotros como lo que nos espera detrás de la frontera de la muerte.

Este es uno de esos momentos exactos en que, como otras veces, me veo obligada a convivir con mi soledad. Conversar con ella, adaptarme a ella, silenciarme con ella y sentirme amada tan solo por ella. Nació conmigo y morirá conmigo. Y juntas emprenderemos unidas el camino de la eternidad.

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Y llegó nuevamente la soledad:
llegó, tal como es:
silenciosa, de puntillas,
imperceptible a mis sentidos;
vacía y llena de nada.
Cargada de infelicidad,
sin amor y cubierta de lágrimas.

Ya nos habíamos conocido antes vieja amiga.
Juntas, habíamos compartido muchas horas.
Por aquél entonces, no te quería en mi vida
y creía que podía escapar de ti
buscando cobijo en mi alcoba;
aislada, en las sombras de la oscuridad,
mientras tú tejías sobre mi sien
una lúgubre corona
con jirones de recuerdos y espinas de adversidad.

Ahora, ya te percibo: ¡acechante!
invisible a mi frágil sensibilidad
y te respiro en el aire
que abriga mi despertar.

Pero esta vez, has errado....te esperaba;
sentada en mi hueco del viejo sofá
te estaba tendiendo la mano
para que supieras que estabas invitada a entrar.

Acércate, acércate más;
déjame acurrucarme a tus pies
cerrar los ojos,
parar la noria de mis pensamientos
y, absorbiendo tu indeseable espíritu,
entregarme a ti con entera desnudez;
y, en tu cóncavo regazo,
sentirme abrigada por primera vez.

Bienvenida, vieja amiga
bienvenida seas de nuevo a mi hogar
ábreme de par en par tus brazos
porque al fin, vencida,
me será posible descansar.

2 julio 2009